En Tiempos de Aletheia

Enfrentarse a un dilema: un asunto de la ética

Lo primero que tenemos que recalcar en esta materia, la Filosofía, es que hay conceptos propios de ésta, tecnicismos, que a menudo se confunden entre ellos en su uso diario y, sin embargo, sus significados no son iguales. La ética y la moral por ejemplo, a las que quiero dedicar este artículo, se tratan indistintamente en el lenguaje cotidiano. De este modo, podemos escuchar a menudo expresiones tales como: “no tiene ética en su comportamiento”, “no parece que haya actuado de un modo ético”, “la ética/moral del sujeto”… ¿Qué sucede en estos casos?, pues se pone de manifiesto una falta de precisión en el uso de términos propiamente filosóficos relativamente sencillos y que un hablante cualquiera medio-estándar utiliza indiscriminadamente en su vida cotidiana.

Para comenzar, y en este sentido, es decir, para distinguir y aclarar estos dos términos que trataré a continuación, deshaciendo así posibles entuertos del lector, comenzaré por distinguir lo que queremos significar en esta disciplina cuando usamos la palabra “ética” o cuando usamos el otro miembro del binomio “moral”. En primer lugar, tenemos la ética la cual podemos definir como aquella rama de la filosofía que se ocupa del estudio de la moral, de ahí que también se conoce como Filosofía moral, pretende ser universal, atemporal y válida en cualquier espacio físico. Por otro lado, nos encontramos con la moral que siendo el objeto de estudio de la ética y estando por ello intrínsecamente unida a la anterior, la podemos definir como el conjunto de normas que en una sociedad se inculca a todos los individuos que a ella pertenecen desde los distintos pilares educativos, es decir, la familia, el colegio, etc. Piénsese como ejemplo en la moral cristiana, o en la moral contenida en cualquier otra religión, ya que las religiones fundamentalmente tienen esa función social, esto es, la de proporcionar un código de actuación o unas normas morales a los individuos de una sociedad concreta para su buen funcionamiento y su buena convivencia; “no matarás”, “honrarás a tu padre y a tu madre”, “no robarás”, etc. Retahíla que prácticamente todos conocemos.

Pues ahora bien, habiendo definido estos dos términos principales, aunque se haya hecho de un modo superficial, podemos entrar algo más en materia; para esta finalidad nos planteamos las siguientes preguntas: ¿ cómo sé yo qué debo elegir frente a una situación que me plantea un dilema moral?, ¿cómo sé yo que he elegido lo correcto?, ¿qué hubiera pasado si hubiera decidido hacer lo contrario?, ¿y si no elijo y dejo mi elección a expensas del azar? Pongamos el siguiente ejemplo que ilustra este tipo de aporías, de mayor o menor trascendencia, y a las que nos enfrentamos más veces de las que desearíamos en nuestra vida: imaginemos un médico (situación que por desgracia se ha repetido en los hospitales de muchos países en los últimos meses) que se enfrenta al dilema de tener que tomar la decisión de salvar una vida entre dos o entre varias porque no tiene la capacidad o posibilidad de salvarlas todas. ¿En qué basa este médico su toma de decisión? ¿cómo la fundamenta?, o ¿cómo se justifica ante una familia que le pide explicaciones de por qué ha decidido no salvar a su padre octogenario, sino a un menor que había puesto su vida en peligro en un acto de irresponsabilidad? De estos asuntos y sobre estas cuestiones vitales versa nuestra especialidad filosófica, la Ética. Cuando Sócrates, en los inicios de la disciplina, se planteaba que nadie podía hacer el mal si conociera el bien, intentaba ofrecer una explicación a las erróneas o maquiavélicas elecciones del hombre en sus actos y a la posibilidad de que alguien pueda llevar a cabo una ruin acción. Si yo sé que matar, por ejemplo, no está bien, ¿cómo puede ser que alguien decida ejecutar semejante acción? porque el pobre es un ignorante moral, diría Sócrates, no sabe que eso no es lo preferible, esta doctrina se conoce como Intelectualismo moral porque vincula la moral al conocimiento. Pero Sócrates no es el único teórico que ha defendido que el correcto discernimiento sobre la elección moral o que la ética es una tarea del conocimiento, y que esta depende en última instancia de un buen uso de la razón. Aunque sí que es cierto que puede que esta defensa no se haya formulado de un modo tan ingenuo como lo hace la teoría socrática que acabamos de explicar y se conoce como intelectualismo. Pensemos en otros ejemplos de dicha vinculación: la ética teleológica de Aristóteles, la deontológica de Kant, o en el Utilitarismo, en el que John Stuart Mill promulga la siguiente idea que resume lo que se ha intentado explicar perfectamente: “prefiero ser un Sócrates insatisfecho que un cerdo satisfecho”.

Todas estas posturas, aunque en principio defienden supuestos diferentes, poseen una raíz común: un ignorante no sabe qué debe hacer y si elige lo correcto es por puro azar, lo cual no es una acción fruto del virtuosismo moral sino de la casualidad o la suerte, y no tiene el sujeto de la acción motivos para ofrecer a los otros. Esto último es clave, porque la moral se da allí donde hay otros, es decir, sin sociedad no hay bien ni mal porque no es necesario.

Pongamos que Aristóteles se enfrenta al dilema moral propuesto, ¿qué debería hacer al respecto?, seguro que podremos convenir que su manera de resolverlo no será tirar una moneda al aire para decidir qué hacer, porque de este resultado no podría dar razones, y estaríamos todos de acuerdo en que eso no es lo que podemos llamar una acción racional, sino que seguramente se pararía a reflexionar sobre cuál es la mejor opción, la cual, en el caso de este tipo de ética finalista, será la que le procure a él mayor felicidad en última instancia, dado que lo importante es promover la felicidad como bien último y definitivo del hombre, es una ética de consecuencias, y la consecuencia última a la que aspira el hombre prudente, que evidentemente está relacionado con la sabieza, es la felicidad.

Ahora digamos que Kant tiene que responder a esta difícil situación, ¿qué haría?, en su caso seguramente también se pararía a analizar dicha problemática y pondría en práctica lo que él llama imperativo categórico, que viene a ser una máxima de actuación universal. Frente a los consecuencialistas, Kant diría que no debemos pensar en las consecuencias de nuestra acción ya que estas no son seguras ni necesarias, sino actuar de modo que demos ejemplo y podamos convertir nuestros actos en una máxima moral universal. El cómo llegaremos a conocer este imperativo es únicamente una cuestión de hacer uso de la razón, la cual todos tenemos.

Aquí el problema que se nos plantea es el de si hay una teoría mejor que otra o si hay posibilidad de que haya una que sea definitiva para estos asuntos de la racionalidad práctica, a lo cual parece evidente que la respuesta, lamentablemente, es que no la hay. Pero, sin embargo y por suerte, lo que sí podemos convenir es que para hablar de ética la acción moral debe ser fruto del discernimiento y debe tener motivos o razones que la respalden y si no los hay, por lo tanto, la acción no es moral en este sentido estricto del término, con lo que el comportamiento de la persona en este caso no está siendo el que cabría esperar de un ser racional.

Para concluir y en relación a lo anterior, referir una cita relacionada con lo anterior y que pone de manifiesto que estas cuestiones no son algo que sólo tienen que ver con la filosofía sino que también preocupan en otros ámbitos, el conocido poeta Friedrich Hölderlin en su texto Hiperión, del que además tuvo una gran calado filosófico, viene a decir lo siguiente: “cuando una decisión se toma con toda el alma, uno nunca se confunde”, lo cual si se toma como criterio de actuación moral sintetiza perfectamente la idea que se ha querido transmitir durante este artículo.

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