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¿Dónde quedaron los límites?

Los años de ejercicio profesional como psicóloga, no solo aportan experiencia y conocimientos, sino también sentido común, que habitualmente suele acompañar a la aparición de las canas. Esta misma semana conocí el caso de una niña que con 11 años, de pronto dice que “quiere ser chico”. Cuando su madre consulta con un/una psicóloga y en una única consulta, la profesional le explica a la niña todo el proceso de cambio de sexo y se lo plantea como algo fácil, sencillo incluyendo en el discurso conceptos como cambio hormonal, trámites para cambiar el identificativo de tipo de sexo en el documento nacional de identidad, etc. A su vez, le indica a la madre que informe en el colegio que deben comenzar a llamarla por el nombre masculino que ha elegido y le permitan entrar en el baño de los muchachos. Para terminar le recomienda a la madre que busque apoyo psicológico para ella, lo cual le facilitará la aceptación de la nueva situación que ha planteado la, hasta ahora, niña. Por supuesto, tras esa primera (insisto) y única consulta, da de alta a la niña, ya que considera que un caso de disforia de género, que supongo habrá diagnosticado de un plumazo, no es una patología y, por lo tanto, no necesita ayuda, apoyo o lo que quiera pueda hacer una psicóloga en ese caso.

¿Dónde veo los problemas, os preguntaréis?

Mi análisis pretende ir mucho más allá de la opinión crítica acerca de la actuación profesional de una colega, que no dudo pretendió aliviar la tensión emocional de una niña. Incluso puedo pensar que la información que le proporcionó correspondía a una estrategia de psicología inversa que, en lugar de ser un refuerzo hacia la demanda de la niña, pretendiera presentarle todas y cada una de las barreras administrativas que suponía su demanda, aunque la muchacha lo entendiera como una gran puerta abierta por la que podría cumplir su inminente deseo.

Este caso, que brevemente he presentado, me ha hecho pensar en qué laxos son los límites de nuestros comportamientos, nuestros valores y nuestra ética en la actualidad. Tengo la impresión de que estamos inmersos en una sociedad indefinida. La honradez sigue considerándose un valor positivo, pero socialmente se acepta el ser condescendiente en algunos casos, los cuales no se calificarán como “tan graves”. La opinión general es que “todos, en determinada posición, también seríamos corruptos”. Se escucha mucho aquello de que “el que no roba es porque no puede”, refiriéndose a los representantes sociales. Y, por lo tanto, las corruptelas de bajo nivel se juzgan con benevolencia. No tenemos más que recordar las pocas dimisiones que se dan en España si nos comparamos con otros países europeos.

Y ¿cómo llamamos ahora a las mentiras? Ya no hay mentiras, ahora lo que se lleva es la posverdad. Si sigo pensando, podré encontrar cientos de ejemplos en los que ya como sociedad difuminamos los límites para que quepa cualquier conducta, línea de pensamiento en cualquier espacio. A nivel político, prácticamente ya no existe la derecha y la izquierda. Son tantos los matices y calificativos que se les ha añadido a estos conceptos que cualquier persona se puede identificar con cualquier partido y de hecho los políticos de profesión se pueden cambiar de agrupación política sin tener que “cambiarse de chaqueta”.

¡No! No me he perdido en mi disertación, aunque lo parezca. Este cambio social hacia la indefinición está afectando al indivíduo en lo más íntimo y profundo. Afecta a nuestros niños y jóvenes hasta el punto de creer que la identidad sexual es algo cambiable y modificable al antojo de las circunstancias o de la etapa de la vida en la que nos encontremos.

Como sociedad adulta, les estamos mostrando a las nuevas generaciones, un mundo en que los cambios no tienen consecuencias. Solo les presentamos la primera parte de la ecuación, dejando al azar el resultado final. Parece que siempre estemos reforzando el premio inmediato y que si, luego, no nos gusta, podremos volver a cambiar nuestra opción y la realidad, no siempre es así.

En el ejemplo que he expuesto, desde la solvencia que me dan los diecisiete años que he ejercido como sexóloga y que me permiten claramente distinguir cuándo nos enfrentamos a un caso de disforia de género (transexualidad), a una conducta de dudas hacia la propia orientación sexual o a una etapa de dolor emocional y rechazo hacia un hecho que no desearía tener que soportar, echo de menos algo más de profundidad en la atención a la demanda que presentó esa niña. Los psicólogos clínicos, además de profesionales de la salud, deberíamos asumir el papel de referentes sociales, con toda la responsabilidad que eso implicaría.

Por ello:

Creo que debemos volver a encontrar, tanto a nivel social como individual, los puntos cardinales que marcan las principales direcciones de nuestros valores y minimizar las medias tintas.

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