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MIL AÑOS DE JUVENTUD

Es harto conocido el inicio de El Quijote de Cervantes: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme…”. Y muy poco conocido el del Genji Monogatari de Murasaki: “En la corte de un Emperador, no importa en qué tiempo…”.

 

Se trata de comienzos semejantes, pero de miradas distintas. El Quijote fue escrito en 1600, mientras que el Genji Monogatari (Romance de Genji) en el año mil. Murasaki Shikibu, la autora, fue una dama de la corte imperial, en el Japón del periodo Heian (794-1185).

 

Mientras Cervantes le da mayor importancia al nombre del lugar, Murasaki centra el inicio de su narración en el tiempo. Y es que tiempo y lugar son los elementos que marcan la diferencia no solo entre las dos novelas, sino entre la visión masculina y occidental de la existencia, y otra femenina y oriental.

 

El lugar corresponde a los hombres, que entonces recorrían y exploraban el mundo en busca de sus sueños; en cambio el tiempo pertenece a las mujeres, quienes en la quietud de sus hogares transitaban sus sueños en busca del mundo. Y también pertenece al Japón de la era Heian que, más que en cualquier otro momento de la historia de este país, estuvo signado por el transcurrir del tiempo.

 

No se tiene una cronología de la autora del Genji Monogatari. Se supone que nació el año 975 y que falleció en 1014. Además se ignora su verdadero nombre, pues la palabra “murasaki” designa a una planta, la púrpura imperial, y “shikibu” no es un nombre ni un apellido, sino que indica el cargo de encargado del protocolo oficial que ejercía entonces el padre de la escritora. Por eso el nombre puede significar simplemente: “Violeta de Protocolo”.

 

Borges, quien admiraba el Genji Monogatari, ha dicho que no es que la vasta novela de Murasaki sea más intensa o más memorable o mejor que la obra de Cervantes, sino que es más compleja y la civilización que denota es más delicada.

 

Y es cierto. Murasaki logró retratar fielmente la era Heian. En aquella época las tareas administrativas habían sido delegadas a funcionarios subalternos y la élite se dedicó al disfrute estético. Bajo el domino de la lengua china, los hombres se dedicaban a escribir textos eruditos, inspirados en el Budismo; en tanto que las mujeres, prohibidas de usar el idioma chino, escribían en japonés sobre lo que sentían y veían discurrir a su alrededor. Así nacieron diarios íntimos, poemas y también “El Genji Monogatari”.

 

Gran justicia le hace una frase atribuida a una niña de la corte, que al leer la novela, dijo: “El ser emperatriz no significa nada en comparación con el goce de leer”.

 

A través de las aventuras del príncipe Genji, “un ser tan bello que hubiera podido desearse que se transformara en una joven”, la escritora alcanzó a retratar el paso del tiempo en la época en que vivió, pero también logró vencerlo. Su obra no ha sufrido el deterioro de los años, sino que, por el contrario, ha crecido cada día más.

 

Murasaki plasmó para la posteridad una mirada ajena a occidente, que se fusiona con lo masculino para crear un héroe distinto a los que han dominado el escenario novelístico universal y que anuncia la nueva imagen del hombre que, en pleno siglo veintiuno, fortalece y extiende su condición a través del legado de la visión femenina del mundo.

 

 

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