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LITERATURA, MEMORIA, OLVIDO

Si la literatura, de un modo u otro, brota de la experiencia, toda literatura es literatura de la memoria. Y ello es fácil de advertir pues, en los hechos, dentro del proceso creativo, tarde o temprano el autor hace una retrospectiva, la que puede indagar hechos cercanos en el tiempo o bien sumergirse en las profundidades de la más remota infancia, ciertamente una fuente riquísima de material literario.

Como ha dicho Piaget, en su obra La formación del símbolo en el niño, es en esa etapa donde se origina la creación de arquetipos en el ser humano desde que allí se inicia la función simbólica, esencial para el autor recién citado, para la constitución del espacio representativo y de las categorías reales del pensamiento.

Además, como afirmó Jung, en esa edad, y también en la adolescencia, el hombre aún no ha sido sometido completamente a las influencias culturales.

Así, el autor de una obra literaria activa la fuente de su memoria y de ella brotan símbolos y arquetipos que se han ido fijando en él precisamente desde su niñez y adolescencia.

De la memoria brota la vida esencial que se recrea en el presente, tanto como escritura, como interpretación, o testimonio, y también como contemplación.

Giordano Bruno afirmó, ya en siglo XVI, que el “arte de la memoria” consiste en utilizar convenientemente los símbolos del pasado para recrear el presente y encauzar la vida.

La tarea de salvar con la memoria lo más esencial del pasado, sea a nivel de cada persona, como memoria individual, o bien como memoria colectiva cuando se trata de un grupo mayor como un pueblo o una nación, es una labor que condiciona toda la actividad literaria, sea que esta tenga o no un sentido meramente testimonial o realista.

Según María Zambrano, la “razón poética” corresponde al tiempo de la verdadera Historia, no meras fechas y nombres, y a partir de esta noción de “razón histórica”, puede darse el caso que la poesía declare la verdadera Historia de los pueblos.

Ello guarda armonía con lo expresado por Linda Hutcheon, quien introduce la noción de “pasado-presente”, y que la autora citada justifica, pues la literatura en todos sus géneros y subgéneros linda con la historiografía.

Ricoeur, por su parte, alude a la noción de “presente histórico” como puente o elemento conciliador entre pasado y presente, fijando el presente histórico como punto de referencia para la memoria.

Ahora bien, Wittgenstein, en su segunda etapa del quehacer filosófico, esto es, la de sus Investigaciones, acota que lo que no se puede decir, no se puede callar, ni se puede impedir mostrar lo que no se puede decir.

Y es que el gran antagonista de la memoria, siempre será el olvido: Lethe, la diosa del olvido conforme a la mitología griega, quien se opone a Mnemosyne, la madre de las musas y diosa de la memoria.

La literatura permite explorar los procesos relacionados con la memoria y el olvido, los que operan en momentos específicos, especialmente en sociedades que han vivido períodos marcados por abusos a los derechos humanos y en las cuales existe una activa negación de lo sucedido por parte del Estado y la comunidad en general. En ellas, la literatura desempeña un rol fundamental en la creación de la memoria colectiva y el trabajo de rememoración.

La literatura nos permite ver y trabajar lo que las estadísticas no son capaces de mostrar: cómo se vive la violencia, y las múltiples formas de violencia que afectan al pueblo.

Para Katherine Goldman, el rol del escritor al respecto consiste en reencaminar el campo de la literatura para que nuestro trabajo refleje nuestro compromiso, sin separar la narratividad de la memoria, pues el relato es un aspecto clave del trabajo de rememoración como proceso de asignar significado y ordenar los aspectos del pasado que decidimos recuperar e integrar a la memoria colectiva.

Como sostiene Manuel Antonio Garretón, no es que los regímenes militares no hayan buscado la reconstrucción de la sociedad, sino que lo hicieron con discursos propios; como, por ejemplo, el capitalismo autoritario, creando la ilusión de una completa ruptura con el pasado.

La imposición del olvido involucra la creación de nuevas formas de ver el mundo que intentan sustraer de la memoria colectica el acontecimiento traumático, o bien resignificarlo a través de una interpretación que lo invisibiliza.

Dentro de esta breve reseña, no podemos dejar de mencionar que en la actualidad los autores revivifican el pasado en tanto que contiene las raíces del presente, bajo lo que se podría denominar como dos tendencias principales.

La primera de ellas consiste en el rescate de algún hecho, personaje o actor histórico o social desde el olvido.

La segunda tendencia, por su parte, se preocupa de dotar de una nueva significación a algún acontecimiento o personaje del pasado.

Y, si bien toda la literatura forma parte de la memoria colectiva, los autores y obras están expuestos a cambios continuos, que llevan a que algunos de estos desaparezcan y otros permanezcan presentes.

Surge, en este contexto, la noción de “archivo” que Aleida Assman define como “depósito colectivo del saber”, que corresponde a la memoria institucionalizada por el Estado o la nación y, como tal, constituye una noción de sesgo ideológico, pues cambiará de cariz según el régimen político imperante, el cual se ocupará de seleccionar lo digno de ser custodiado conforme al canon que la autoridad determinará hegemónicamente, especialmente en regímenes totalitarios, canon que no se limita a obras y autores, sino que comprende también directrices interpretativas.

 

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