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Coronatopía

Cuando se habla de estados de alarma, de sociedades controladas y de futuros apocalípticos, a todos nos vienen a la mente novelas como Un Mundo Feliz de Aldous Huxley o 1984 de George Orwell. Por la derecha o por la izquierda, nos imaginamos escenarios de hipervigilancia que promueven un férrero dominio de los ciudadanos, con todo tipo de métodos de represión, hambre, pobreza y disciplina de partido; o, por el contrario, grupos humanos donde el Capitalismo ha llegado a estados tan avanzados de performatividad del control que la libertad individual ha sido abortada y sustituida por una suerte de dominio máximo, cedido voluntariamente merced a las prerrogativas de la tecnificación material, el ocio y el divertimento, el aborregamiento por los mass media y, en general, por el miedo infantil a una libertad que se acaba regalando. A veces incluso, se llega a ficcionar una mezcla perversa de ambas, una pinza de ingeniería social al estilo Globalia de Jean-Christophe Rufin, donde lo peor de cada casa se estaría entretejiendo para promover un futurible New Wolrd Order que no dejaría resquicio alguno al libre arbitrio personal y social. Cámaras por doquier, monitorización de los movimientos gracias a Internet, dirección monetaria, estupidización por la ideología, creación de nuevas clases humanas estandarizadas, manejo de la información por los medios de comunicación, fomento de la apatía y el desinterés mediante el juego o la sexualidad, implementación genética y sanitaria, conformación de instituciones supranacionales, etcétera etcétera, etcétera.

Habiendo cedido al desánimo y la desmoralización de un estado de cuarentena, o movido por el morbo eternamente inherente al pesimismo antropológico, uno podría sentirse tentado de pensar así. Tiempo ha que nadie confía en la posibilidad de un futuro utópico, en que los seres racionales y pensantes que somos, seamos capaces de construir un porvenir, si no idílico, sí, al menos, de mejoramiento y progreso sostenible. Lejos, muy lejos, quedan los sueños agradables y bucólicos del mítico Dorado de las leyendas, de la Amauroto de Tomás Moro, del Estado Perfecto (Mabadi ara Ahl al-Madina al-Fadila) de Al-Farabi, de la Nueva Atlántis de Francis Bacon, de la Civitas Solis de Campanella, de la Panchaea de Euhemero o de la Kalipolis de Platón. Más bien al contrario, es moneda común creer que la inteligencia del homo sapiens nos ha de conducir o bien a un mega-imperio del terror humano, donde el hombre avispado ha sido un lobo para el hombre domesticado, o bien a una posteridad desolada y en ruinas que ha implosionado por los desmanes comunales al estilo de Mad Max, del Neuromancer de William Gibson o, en general, de todo el género ciberpunk de los años ochenta, donde la Guerra Fría y el miedo a un holocausto nuclear revoloteaban sobre el inconsciente personal y colectivo.

Listos o tontos, por acción o por omisión humana, la mayoría profetizamos un final desastroso que se nos antoja aún más cercano en momentos como los que estamos viviendo, de encierro y vértigo por los acontecimientos imprevistos. Pues, por mucho que los hayamos teorizado en el abstracto, no deja de ser cierto que a todos nosotros, esto nos ha pillado por sorpresa. Incluso a los más conspiranoicos. Cada cual, a su modo y manera, según su propia cultura, carácter y entendimiento, se deja mecer por el vicio negativo de pensar siempre lo peor. Y si esto es así, no lo iba a ser menos ahora que, de forma sorpresiva, nos vemos inmersos en un estado de total emergencia y necesidad. De buenas a primeras, todos elucubran, hacen cábalas y conjeturas, y advierten que nos advirtieron de lo que podía ocurrir.

Todos eran “Pedro”, y al final “el lobo” vino. Se augura a la ligera que hay una agenda globalista oculta que ya se ha puesto en marcha. Que se está tramando sotto voce para acabar con la individualidad tal como en la novela We de Yevgeni Zamiatin. Que ya nada impide que nos aniquile el Talón de acero de Jack London ni se nos censure como en Fahrenheit 451. O que hay un plan para que acabemos confinados y adocenados como en la novela Kallocain. Eso, o a la inversa del problema. Que o bien por nuestros desmanes, habiendo acabado con la naturaleza como anticiparon Erewhon de Butler y Ecotopía de Ernest Callenbach (o por crear un virus como el Wuhan N400 de la obra The Eyes of Darkness de Dean Koontz), o bien por un impredecible ciclo glaciar natural semejante al que habría destruido Lemuria… ¡El Apocalipsis va a llegar! No en vano, de una forma u otra, como abuelas que cuentan historias de terror para los pequeños de la casa en los días más oscuros de encierro del duro invierno hogaño, todos estamos hablando del Milenarismo, que diría el bueno de Fernando Arrabal.

Pero lo cierto es que, más allá de las tristes noticias que nos llegan de enfermos y fallecidos (siempre penosas), y del desastre económico previsible después de la cuarentena, con toda seguridad esta crisis no nos hará empezar de cero tribalmente como si hubiéramos caído en la isla del Señor de las moscas. No hay ni soles negros ni rumores de guerras, ni meteoritos ni lunas rojas, ni Juegos del hambre ni un control político irrespirable in crescendo, ni volcanes erupcionando como si no hubiera un mañana, ni trífidos asesinos por las calles, ni un anticristo trepando cual Ubu Rey hacia el trono del mundo. No se ha levantado nación contra nación ni se han abierto los siete sellos, y si hay algún libro de experimentos sociales al que se está pareciendo esta pandemia del “microbio monarca”, ese es Walden de Henry David Thoreau. Todos solos y alejados del mundo, con el único contacto de un nosotros mismos. Como si estuviéramos aislados del mundanal ruido en un pequeño cubículo que nos volviera a poner en comunión con el ser interior y primitivo. Sin contacto social, sin trabajar, sin nada que hacer, sin poder disfrutar de nuestros tan amados entretenimientos superfluos y acuciados por unos monstruos con los que no solemos ni queremos tratar: la soledad, la calma y la inacción. Algo que, por sobre las penalidades particulares y el pánico por el exceso de sobreinformación, podría tener algo de ventura.

No solo pudiera ocurrir que esta cuarentena sirviera para dar un respiro al medio ambiente, o que el descalabro financiero posibilitara un reseteo económico positivo. Quizá, solo quizá, pudiera valer para algo más esencial e importante (que también pudiera promover lo anterior), como lo es dejar a un lado la inercia frenética del día a día y volver a nuestro “yo”, reflexionando sobre nuestras vidas y nuestros proyectos comunes y personales ahora que no tenemos mucho más que hacer. Para que el hijo del hombre, si acaso no puede llegar al mejor de los mundos posibles (tampoco hay que ser cándidos), pueda, al menos, reorganizar sus ideas y proponerse a sí mismo un destino más humano.

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