En Tiempos de Aletheia

Excalibur revisited

En las leyendas artúricas, y siempre hay algo de historia en las leyendas, Merlín clava la espada del poder, Excalibur, en la roca, y, como si dijéramos, convoca oposiciones a rey de Camelot, oposiciones de una sola plaza, y con una sola prueba: arrancar la espada de la roca. Se presentan muchos caballeros, se esfuerzan como galeotes intentado arrancársela a las tripas del granito, sin conseguirlo. Está claro su esfuerzo, pues todos anhelan el poder. Pero la espada solo será de quien considere que el único sentido del poder es el servicio al pueblo. Todas las imaginaciones que han ido tejiendo el gran mito céltico parecen considerar el momento en el que el joven e indocumentado Artur arranca Excalibur de la soledad de la roca un acto poético, todo el reino se activa, los ríos se desbordan, los campos reverdecen, el canto de las aves despierta a las doncellas. Durante un tiempo, Camelot es el reino soñado, Artur y su consejo de ministros, es decir, los Caballeros de la Tabla Redonda, gobiernan con equidad y justicia. Pero después de los años dorados, los ideales se van relajando; Merlín, francamente mosqueado, se retira al bosque, de donde nunca debería haber salido, aumentan los banquetes, las celebraciones y saraos, la música se vuelve wagneriana, los caballeros echan de menos los buenos tiempos y se desperdigan por el mundo buscando marcha, y Artur, ante la deserción de los mejores, muere en combate con su propio hijo, el malvado Mordred, quien posiblemente no sea más que la imagen que ahora los espejos reflejan de Artur. Un Artur artrítico devuelve la espada al lago y luego va a morir a Avalón como si tal cosa, en fin.

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