En Tiempos de Aletheia

Rompe Ralph y la gentrificación

Hace ya más de medio siglo que el teórico de la comunicación Armand Mattelart nos advertía de la necesidad de aprender a leer al Pato Donald en el presente, cuando la industria cultural ha ampliado repertorio esto resulta igualmente imperativo. Desde los años ochenta del siglo pasado vimos surgir un nuevo género, el de los videojuegos; una forma de arte que incorpora diversas disciplinas: diseño, dibujo, narrativa y, por supuesto, ordenadores.

Este género, a su vez, se abre paso a través del merchandise en forma de las figuras de acción, coleccionables y otros juguetes, y más recientemente, también ha dado el salto al cine. La relación entre la industria de los videojuegos y la del cine pasa por la adaptación de juegos emblemáticos a la pantalla grande. En la actualidad la nostalgia ochentera de la industria del cine ha incorporado al videojuego como fuente de inspiración para contar otras historias. Es en este último giro donde encontramos a Rompe Ralph (Wreck-It Ralph).

Lo que se presenta como un una peli más de esas que buscan sacar partido del vínculo entre padres ochenteros que crecieron jugando en los primeros Arcades y sus hijos, las nuevas generaciones de potenciales jugadores. La recepción de Rompe Ralph (Wreck-It Ralph) repetía básicamente el discurso de los creadores, se trata de un film que muestra que ser malo no es tan malo; el mensaje, al final, presenta la aceptación del lugar que cada quien ocupa en la sociedad. Sin embargo, esta historia relata otra cuestión que ha pasado por debajo de la mesa: la gentrificación.

Como suele suceder, la fantasía, los efectos especiales, persecuciones y finales coloridos nos hacen olvidar aquellos momentos más oscuros. En el caso de Rompe Ralph (Wreck-It Ralph) ese momento lo encontramos al inicio, cuando este narra su historia, nos dice quién es y a qué se dedica. Ralph vivía en el tronco de un árbol ubicado en un bosque, mientras Ralph nos dice que es malo, y cómo está cansado de serlo, lo que vemos en la pantalla es otra historia. Acá se presenta cómo es derruida su casa, y con ella, Ralph es echado a la basura. Luego vemos que en el lugar donde antes vivía es levantado un condominio de lujo, justo en ese momento Ralph levanta la voz realizando el grito que lo define: “¡Quiero romperlo todo!”

Llegado este punto la historia es totalmente distinta, el relato nos presenta a un Ralph que encuentra la “felicidad” aceptando vivir en los suburbios, un territorio al que, al final del cuento, son introducidos nuevos vecinos venidos del extranjero, aquellos que ya no tienen a donde ir porque sus juegos han sido desconectados. Destaca especialmente Q*bert, un personaje que incluso habla una lengua incomprensible. Ralph se debe conformar con desconectarse de su realidad dentro de un juego muy colorido, hecho todo de caramelos, tan psicodélico como para parecerse bastante a un intenso viaje emprendido con algún estimulante.

Ralph no es un villano que no acepta el lugar (basurero) en el que ha sido echado, por el contrario, representa a todas esas personas obligadas a abandonar sus viviendas, sus barrios, sus historias, como resultado de la especulación y el latifundio urbano. Ralph es el sujeto de la gentrificación. Y la aceptación, por su parte, del lugar que le ha escrito el programador es una metáfora que habla sobre las miles de personas a las que se les pide resignación ante el avance de la privatización de la vida.

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