En Tiempos de Aletheia

la montaña mágica (parte III)

  1. Cuestión de vida o muerte

2.1. Tiempo y aburrimiento: bajo el signo del mercurio

Está claro que para los protagonistas del Berghof el tiempo es un vestido incómodo. En este microcosmos, el termómetro ha suplantado al reloj y el mercurio es el signo que ratifica aquella peculiar existencia. El modo de narrar ya ha puesto de relieve que solo el cambio es tiempo. Porque estaba convencido de ello, el propio Mann había admitido que «había una especie de hybris, algo sacrílego» en robarle una dimensión al tiempo,[1] acusando el viejo y profundo parentesco tiempo-movimiento. En una noción cíclica de tiempo, la repetición se da como identidad esencial, o dicho de un modo más sencillo: cada cosa está donde debe. Nietzsche, en su teoría del eterno retorno, consideraba que, con cada repetición, podíamos extraer nuevas lecciones, pero la repetición también trae consigo la sensación de abolición temporal, por eso los enfermos no tienen relojes sino mercurio. Allí, la fiebre es la diástole del tiempo y quizá lo único cuantificable. En La Montaña, el único número que importa es el que marca el mercurio, pero trágicamente no señala las horas. Es un reloj sin manecillas y además, está trucado. Todos los personajes viven en un profundo tiempo psicológico compartido, como si conformaran un único y gran cerebro. Los relojes se han derretido y sabemos que en tales condiciones no puede persistir la memoria.

Muchos tiempos son los que concurren. El tiempo espiritual se desarrolla en un trágico solipsismo, aunque los enfermos comparten varios rituales: la toma de la fiebre, la cura de reposo y las dietas. Estos acontecimientos rutinarios, que por rutinarios no merecen ser contados, fragmentan el tiempo de la ipseidad, proyectado como una suerte de anhelo místico. Por otra parte, el tiempo de la conciencia de lo cotidiano solamente fluye cuando se adhiere a algún pulso vital, donde se rastrea la raíz de la durée, esto es, la libertad: «En mi interior prosigue todo un proceso de organización o de penetración mutua que constituye la duración verdadera».[2] Además, la narración metaficcionada es un tiempo metaliterario que no corresponde al cronológico de la historia, ni al tiempo material de la escritura, como tampoco al de la disertación de la lectura. La propia voz narrativa es a veces omnisciente y otras un personaje que intercede en el relato. Estas profundas asimetrías revelan el rostro poliédrico del tiempo, su naturaleza dividida. El tiempo subjetivo «es psíquico, orgánico, emocional, intuitivo, ensoñado» y «dominado por una sensación de decadencia, de pesimismo, de ruina física y moral, de fatalidad, de monotonía y de condenación cíclica».[3] Pero bien pensado, nos hallaríamos ante otra disgregación, aún más agresiva, la del tiempo del espíritu liberado de los amarres del tiempo subjetivo. El tiempo del espíritu desea desear, y su aceleración o desaceleración ocurre por efectos emocionales. Síntoma de ello son los episodios de ensoñaciones y deseos frustrados, incluso el mismo anhelo de acción del propio Joachim, único personaje que logra mantener su vivo espíritu en el anquilosamiento temporal de La Montaña, aunque para desgracia suya haya de morir en el sanatorio. La advertencia señala un fatum: nadie logra salir vivo de allí. Reina una pulsión de muerte.

Esta atemporalidad de La Montaña va de suyo con ella; es constitutivo y forma el ser de la misma. La filosofía del tedio en Heidegger se refiere a un langeweile, esto es, un rato largo que impersonaliza al Yo, arrebatándole su cualidad de subjectum. «Es ist einem langeweiling», es decir, que uno se aburre, pero no de algunas tareas (tomarse la temperatura, tumbarse en la hamaca…), ni tampoco de uno mismo (el pensamiento solipsista, un sueño…) sino que el mundo se ha hecho, como tal, indiferente, porque se ha tragado al Yo.

Tal vez esto nos haga pensar que la estrategia de fuga consistente en volverse nadie no queda tan lejos del aburrimiento como se esperaba, puesto que le hace a uno un nadie indiferente; como tampoco andará lejos esa otra maniobra que consistía en volverse cosa en medio de la totalidad indiferente de las cosas. De algún modo, todos nuestros intentos de fuga quedan dentro del ámbito del aburrimiento, incluso la operación de volverse afuera –fuera del lugar, fuera del tiempo– se desarrolla en el círculo raro del aburrimiento.[4]

Sin embargo, Mann nos advierte sobre la naturaleza del hastío: «en el caso de las grandes extensiones de tiempo lo que hace [la monotonía] es abreviarlas, neutralizarlas, reducirlas a algo nimio».[5] La lección de la Montaña –su engaño– y también donde reside su magia narcótica, es que la monotonía ininterrumpida, cuando se vive durante un extenso periodo de tiempo, llega a producir en el espíritu un acostumbramiento por el cual percibe que el tiempo pasa muy rápidamente. Desde luego, este es un tiempo impersonalizado, como había hecho notar Heidegger, pero en absoluto un rato largo: «cuando un día es igual que los demás es como si todos ellos es como si todos ellos no fueran más que un único día».[6] El tiempo es cambio. Sin éste, aquél se detiene.

Sin cambios, es decir, anulada la existencia, el tiempo de los relojes carece de sentido. Ante el aburrimiento no hay tiempo que valga: pasado, presente o futuro. En su lugar, prevalece un tiempo desarticulado. Entonces ¿cerramos el libro y decimos que todo está perdido? ¿No fue también Heidegger, tomándose muy en serio la lección de Hölderlin, el que afirmara que «donde está el peligro crece también lo que salva»? Si el aburrimiento establece un tiempo de tabula rasa, ¿no puede ser por ello también farmacon? Pero, ¿cómo? En efecto, el tiempo ensanchado del aburrimiento es un tiempo sincrónico que pliega sobre sí pasado, presente y futuro, pero tal estrechez –thlipsis– hace que cada momento sea un solo momento, de manera que la vida se puede jugar en un instante, a partir del que volver a contar, por el que reanudar el reloj, mover la manecilla. Frente al tiempo deshumanizador del aburrimiento se puede «recuperar el tiempo interno de la realidad», lo cual no significa rendirse a la tiranía de los relojes, sino lograr «armonizar la vida humana con la historia»,[7] acoplar lo desacoplado: tiempo del mundo y tiempo de la vida, confrontar la acción con el mundo exterior, manteniéndonos fieles a nuestro ritmo interno. Tal es el «instante de una decisión, o mejor dicho, el instante de un deseo» pero un deseo este «como el que se pide a una estrella fugaz, vinculado a una huida».[8] La ironía por excelencia ante la que Thomas Mann nos sitúa es el hecho de que lo único capaz de cancelar definitivamente el aburrimiento es la muerte. Pero ¿cuál es este embrujo? Una inconmensurable fuerza ajena que nos advierte que quien entra al sanatorio difícilmente sale, y el que sale, lo hace para morir.

Lo más característico es la paradoja irresoluble. Si la libertad se juega en el tiempo interno de la duración, como había pensado Bergson, y también ante el hecho de que la conciencia sea eminentemente, memoria, la reanudación del contar, esa toma de conciencia restauraría la duración, pero no el Tiempo, hecho «que dimana del carácter plástico de lo contingente y justifica la labilidad de la conciencia-memoria».[9] Las criaturas del Berghof son víctimas del Dios-tiempo porque no pueden desprenderse en vida de la orfandad temporal de la que adolecen. Es un tiempo sin escatón que se atiene a la latencia. Pero, si hablamos de una conciencia de duración debe haber también una referencia a la duración misma, es decir, que en algún momento el devenir subjetivo del tiempo tiene que concertar una cita con ese otro tiempo objetivo,[10] puesto que el propio Mann define el tiempo como una condición del mundo fenoménico.

 

 

[1]Mann, Thomas.  Ensayos sobre música, teatro y literatura. Alba Editorial, Barcelona, 2002, p. 52.

[2]Bergson, Henri. Obras escogidas. Aguilar, Madrid, 1963, p. 126.

[3]Machín, Jorge. «El palimpsesto de La Montaña Mágica de Thomas Mann en la obra de Juan Benet». En Anuario de Literatura Comparada, no 6, Salamanca, 2016, pp. 171-194, p. 175.

[4]    Lesmes, Daniel. Aburrimiento y capitalismo en la escena revolucionaria: París, 1830-1848. Pre-Textos, Valencia, 2018, p. 136.

[5]    Mann, Thomas. La Montaña Mágica, p. 151.

[6]  Mann, Thomas. La Montaña Mágica, p. 151.

[7]    Aguirre, Guillermo. «Apuntes en torno a La Montaña Mágica». En Hápax, no 7, Madrid, 2014, pp. 73-89,  p. 79.

[8]    Lesmes, Daniel. Aburrimiento y capitalismo en la escena revolucionaria: París, 1830-1848, p. 134.

[9]    Aguirre, Guillermo. «Apuntes en torno a La Montaña Mágica», p. 106.

[10]   Ahumada, Ricardo. «El problema del tiempo en La Montaña Mágica», p. 108.

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