En Tiempos de Aletheia

Entrevista al escritor José Morella, (premio Café Gijón de novela)

“Somos esclavos de sistemas sociopolíticos que promueven la solidificación de verdades absolutas.” (José Morella)

 

 

José Morella (Ibiza, 1972) Es licenciado en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada y vive en Barcelona. Con su novela Asuntos propios, optó al Premio Herralde y aunque no resultó ganador, el jurado valoró tan positivamente la obra que fue publicada por Anagrama. En su novela Como caminos en la niebla, explora la vida desenfrenada y a contracorriente del psiquiatra, anarquista y hippie, avant la lettre, Otto Gros. En 2019 gana el Premio Gijón con la novela West End, una novela de autoficción acerca del tabú de las enfermedades mentales.

 

¿Quién es José Morella? Me refiero a la persona.

Soy una persona de mi tiempo: intento no quedarme anclado en opiniones anquilosadas ni en paradigmas que se están muriendo. Puedo echar la vista atrás y reconocer a varios “Josés” distintos. Para resumirlo sin resultar un pelma: conozco mis propios privilegios (soy hombre, europeo, heterosexual…), soy animalista, he conocido el budismo –budismo sin creencias, como dice Stephen Batchelor–, y me di cuenta hace tiempo, no sin dolor, de que la sociedad no es un jueguecito maniqueo de buenos y malos. El feminismo me parece una obviedad urgente, y lo vivo como un bálsamo que llevara esperando la vida entera. También me gusta recordar de qué clase social procedo: los privilegios que no tuve. Honrar eso es importante para mí. Y sí, las clases sociales aún existen.

 

¿Qué le llevó a la literatura y en qué momento de su vida?

Los libros llegaron tarde porque mis padres no eran lectores. Tenían otras urgencias, y una cultura con menos letras. Fue en el instituto, a los 16 años, gracias a una profesora llamada Elvira (no recuerdo su apellido), que nos hizo leer Los cachorros, de Vargas Llosa. El impacto fue brutal, y ahí empezó el primer fantaseo de ser escritor.

 

En su última novela, West End (Premio Café Gijón de novela), nos habla del control físico y psíquico que se ejerce sobre las personas, ¿cree que somos más esclavos de nosotros mismos de lo que creemos?

No me resulta fácil ver dónde acaba el individuo y empieza el grupo. Como seres individuales, no somos mucho. En eso estoy muy lejos del individualismo de una Ayn Rand, por ejemplo. Yo creo que nuestra identidad la conforma la red de relaciones que mantenemos. Es decir, es un montón de narraciones y diálogos que tienen lugar en (y sobre) esa red. Sin esa red, no hay individuo; o existe físicamente, pero no tiene sentido. Cuanto más cerrada y estática es esa red, peor. Si ciertas narraciones se solidifican en tu red social como si fueran verdades esculpidas en piedra, eres (sois) menos libres.

En el caso de mi familia, como el de tantas otras familias en la época de la que habla el libro –pero también ahora–, una de esas historias que la gente se contaba a sí misma sobre sus relaciones era la siguiente: “De la locura no se habla porque es peor. Si hablo sufriré yo y también mi familia”. Y eso se lo creía un pueblo entero, un país entero. Y lo mismo pasaba con la orientación sexual, con el papel de la mujer o con la lucha de clases. Ser esclavo es, por ejemplo, tener alucinaciones visuales o sonoras y no poder decírselo a nadie. O ser homosexual, o ser de izquierdas, o cualquier otra cosa, y tampoco poder compartirlo.

Somos esclavos de sistemas sociopolíticos que promueven la solidificación de verdades absolutas. A las verdades solidificadas hay que observarlas y cuestionarlas hasta que se caigan a pedazos. A muerte. Solo las que aguanten en pie tras ser puestas a prueba por la inteligencia colectiva, nos valdrán para algo.

 

Adentrarse en la mente humana, ¿es un recorrido con principio pero sin final?

No tengo ni idea de lo que es la “mente humana”. No soy psicólogo ni psiquiatra ni neurólogo. Tampoco sé si nos “adentramos” en la mente (si hay un “adentro” distinto de un “afuera”), o si hay algún “recorrido” por hacer. Simplemente les pedí a mis parientes que me contaran la historia de mi abuelo, y en sus narraciones aparecieron, concretamente, nueve brotes psicóticos. Y en cada uno de ellos se da la misma circunstancia: mi abuelo necesitaba comunicar algo que no le salía, que no podía decir por algún motivo. Necesitaba pronunciarse, o quejarse, o decir lo que pensaba de algo. Pero no lo hacía. Entonces se brotaba. Y por eso creo (de un modo para nada científico, porque no tengo más que esas historias que me han contado, imposibles de demostrar, y además sobre un solo paciente) que los brotes de Nicomedes conformaban para él una suerte de lenguaje. Parece ser que hay aproximaciones científicas que confirmarían esto, o que no lo descartarían. A mí, por otro lado, me interesan las personas y sus historias en tanto que campo de creación literaria, de laboratorio para crear algo que emocione, y no tanto para demostrar grandes verdades. Yo uso todo lo que puedo en mis novelas, que cada vez son más fragmentarias, más hechas a base de pedazos de vida que forman una especie de puzle.

 

¿Escribir es una necesidad fisiológica más?

Bueno, lo que quiero decir con eso es que contar historias es algo fundamental, tal vez nuestra característica como especie. Y que no hace falta publicar novelas para darse cuenta de que no hay manera de vivir sin historias. Incluso la gente que se encierra en su habitación de por vida, como los famosos hikikomori japoneses, consumen historias (y cuentan sus historias) a través de sus ordenadores, y lo hacen sin pausa. Ahora que estamos encerrados con el virus, otra cosa no sé, pero historias se reciben sin parar, de todo tipo, en memes, en chistes, en noticias alarmantes. Creo que no he consumido tantas historias juntas en mi vida.

 

Ha recibido el premio Café Gijón de novela 2019 y ha sido finalista del premio Herralde de novela 2009. De todas tus novelas, ¿cuál recomendarías?       

Las recomiendo todas, pero estoy especialmente contento con la última, West End. Supongo que la última es la que siempre nos parece la mejor. Creo que es una novela ágil, que se lee sin dificultad pero sin que ello le reste profundidad. Es una especie de collage de fragmentos que leídos juntos se refuerzan entre ellos, y lo que queda es un artefacto muy unitario. También creo que es la novela en la que me he desnudado más en lo personal, sin por ello dejar de apostar fuerte por una ficción de cierta calidad. Es autoficción, pero la ficción pesa más que el “auto”.

 

¿Cómo ve la actualidad social en la que reside la especie humana?

La sociedad actual es la del aceleramiento máximo. En ese aceleramiento se generan infinidad de cosas nuevas y valiosas, pero al mismo tiempo se pierden infinidad de otras. Hoy en día se puede poner en cuestión, por ejemplo, el amor tradicional y la ideología que hay detrás de la forma que tenemos de entender las relaciones sexuales, haciéndolas potencialmente más transparentes y democráticas, pero a la vez, en la práctica, damos muchos palos de ciego en nuestra vida afectiva.

A veces me da la sensación de que estamos cerca de algo grande y distinto, de dar una especie de salto (¿adelante?), pero esta sensación puede que la haya tenido mucha gente desde hace generaciones, y no sea más que eso, una impresión poco rigurosa de persona que cree ver cosas, pero que en realidad no ve mucho. A veces no entiendo nada de nada, honestamente.

Cuesta mucho situarse en el territorio de lo social y decir algo con sentido sin opinarse encima. Vivimos, también, en el reino de la opinión. Jamás hemos opinado tanto como ahora, y jamás ha opinado tanta gente a la vez. Todo el mundo se opina encima, dice lo suyo, y confundimos lo que decimos opinar con nuestro propio yo. Parece que para tener una identidad necesites opinar de todo, hablar de todo, pontificar. Eso también se ha acelerado. Pero al final, como siempre, los que más saben son los que hablan con más cautela, y los que hablan menos. Las palabras verdaderamente valiosas son escasísimas. Cuesta encontrarlas, hay mucho ruido de fondo.

 

¿Cuál considera que es la mayor miseria del ser humano?

No sé cuál es la mayor miseria, solo sé qué es lo que más me irrita a mí: el chovinismo. El chovinismo me pone de los nervios. Creer que “lo nuestro” es lo mejor. Vox y todo el nuevo extremismo de derecha en Europa es una cristalización del chovinismo que ha estado durante decenios oculto. Latente y vivaracho, pero escondido. Me molestan todas sus formas, también las aparentemente más inocuas: el típico “como en España (sustituye España por cualquier otro país) no se vive en ningún sitio”. El chovinismo es en realidad una forma de cerrazón mental e ideológica. Creo que es necesario que el mundo rural en Europa dé un vuelco y salga del chovinismo vital. Cuando pase eso, veremos cosas importantes y preciosas. El animalismo y el feminismo dejarán de ser predominantemente urbanos. Pero creo que ahora estoy soñando despierto…

 

¿Qué formatos o sombras de poder son las que cree José Morella manipulan en la actualidad? Si es que cree que hay algunas, claro.

Esta pregunta es muy amplia, da para escribir sin parar, así que me voy a permitir hablar solo de algunas cosas que me parecen importantes: la primera es la sensación de que no hace falta ya ni que nos manipulen. De que venimos, por así decirlo, “manipulados de fábrica”. En Internet hay eso que llaman silos: me agrupo con mis contactos en las redes sociales, con gente que piensa como yo, y si hago contactos en otro grupo que piensa distinto es solo para trolear. El desafío en el futuro es, me parece, intentar, colectivamente, bajar la guardia (es decir, cómo hacer que nos sintamos capaces de abrirnos a ideas distintas a las nuestras, y que nos abramos de verdad) sin que eso signifique una amenaza o una vulnerabilidad demasiado ingenua o peligrosa para quien se abre. Eso, me parece, necesita de una revolución en todos los sentidos: un cambio de paradigma en lo político, en lo social y, sobre todo, en lo pedagógico. Yo fantaseo con una escuela pública nueva. Con una corriente filosófica y política que cambie nuestro modo de aprender, y nuestro modo de agarrarnos a nuestras propias creencias. En mi fantasía, se basa en un humanismo científico que incluya el aspecto espiritual.

 

¿Cómo especie humana hacia dónde cree que vamos? ¿Cree que acabaremos en alguna distopía? O, por el contrario, ¿cree que acabaremos en alguna obra de teatro del absurdo?

Escribo esta respuesta en nuestro décimo día de confinamiento por el covid19. En este momento me resulta imposible imaginar nada, pero también dejar de imaginármelo todo. Tengo la sensación de que puede pasar cualquier cosa en las próximas dos horas. Lo que hice hace dos semanas (fui a comprar calcetines, por ejemplo, y a comer calçolts en casa de unos amigos) lo recuerdo como si hubiera ocurrido en otra vida. Hace años. Todo tiene un aire onírico de lo más extraño. Total, que no tengo ni idea de adónde vamos.

Por otro lado, pienso que el virus pone de manifiesto algo importante: los cambios, para bien o para mal, van a darse de verdad, van a ocurrir por fin. Esto es así porque se trata de una amenaza para todos, no solo para los pobres. No hay una vacuna cara y exclusiva que proteja a las élites de morir por el covid19. Ahora todos los estamentos políticos, económicos, sociales y mediáticos van a ir a una. Si protestas, multa o a la cárcel. Todo el mundo es corresponsable, y si no lo eres, cuidadito: te va a caer todo el peso de la ley. No digo que me parezca mal, pero sí digo que cuando los que se mueren son pobres no pasa lo mismo. Se cambia poco, a menudo nada. Resulta, en fin, todo, un poco grotesco.

 

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