En Tiempos de Aletheia

YO, ANTROPÓLOGA: ¿QUÉ ES EL TRABAJO DE CAMPO PARA UNA ANTROPÓLOGA?

Una de las primeras cosas que me dijeron cuando empecé la carrera fue que me olvidara del yo, que me olvidara de mí misma si quería ser neutral y creíble, o lo que es lo mismo, si quería “ser profesional”. Pero nuestro “yo” impregna cada una de las palabras que escribimos, cada una de las entrevistas que hacemos, cada una de las decisiones y giros que tomamos en nuestro trabajo de campo. Al igual que no se puede sacar a la antropóloga de la etnografía, no se podría sacar a la persona de la antropóloga. ¿Cómo ser antropóloga sin ser nosotras mismas, con nuestras creencias, códigos, prejuicios y construcciones sociales?

Cuando decidimos la “problemática” o el tema que queremos investigar, la decisión suele estar motivada por nuestras propias inquietudes, nuestras vivencias pasadas o actuales. Estas elecciones no siempre son conscientes y, a medida que vamos desarrollando la observación dentro de campo, nos damos cuenta de que gran parte de la elección ha sido tomada más desde el inconsciente que desde la consciencia. Y es en ese momento, cuando caes en la cuenta de que se están activando emociones en ti y en tu cuerpo que a veces pueden ser beneficiosas como contraproducentes, tanto para la investigación como para nosotras mismas.

Cuando comencé a escribir sobre antropología, no dejaba de venir a mi mente lo poco que hablamos del trabajo de campo en sí. Sin la experiencia de aquellos que nos muestran sus vivencias, las investigaciones antropológicas no serían más que teorías no probadas. Apenas se cuenta lo imponente y el miedo que da entrar a campo y establecer rapport[1] con personas que apenas te conocen ni conoces. No hablamos de los debates éticos que mantenemos casi a diario con nosotras mismas durante el trabajo de campo. No hablamos de lo que significa ver multitud de vidas, redes, afectos, pero nunca ser parte real y activa en la creación de cotidianeidad de esos grupos humanos con los que compartes espacio. Tampoco verbalizamos lo que significa sentir que estás dentro pero fuera a la vez, lo que se siente como un desdoblamiento de personalidad mientras hacemos observación participativa.

Sabemos que nos sentimos extrañas, pero no siempre nos damos cuenta de qué está pasando. Pasa que somos personas. Tenemos cuerpo y sentimientos. Nuestro trabajo nos hace acercarnos a las personas, poder conocer otros contextos, situaciones de vida, experiencias. Nos permite vivir otras vidas en una misma. Por eso me cuestiono que se pueda ser “neutral” cuando estás en campo. No dejamos de ser otra persona más, con expectativas, ilusiones, miedos, incomodidades, prejuicios, pretensiones. ¿Cómo no ser extractivista cuando haces una investigación? ¿Cómo siquiera pensar que lo estás pudiendo ser..? Tantas subjetividades interactuando en una interdependencia tan imperfectamente perfecta como la vida misma, que realmente es difícil sacar a la persona y al filtro de sus emociones de la etnografía.

La antropología es una manera de ver, de gestionar y de encarar la vida. La antropología nos brinda la oportunidad de deconstruirnos por completo y reconstruirnos cada una de las veces que entramos a campo. Nada es estático ni nadie tiene la verdad absoluta en su mano. Entrar a campo es un auto-entendimiento, es un aprendizaje, es abrir una nueva puerta en el acercamiento al “otro”. Porque todas somos “el otro”, y “el otro” podemos ser cualquiera. Aprendes a entender que las personas estamos separadas por fronteras de subjetividades individuales que interaccionan y conforman nuestro imaginario colectivo. Es decir, cada individuo percibe el mundo de diferente manera, dentro de una realidad dada, por lo que manejamos los mismos códigos para agrupar subjetividades más o menos parecidas dentro de una sociedad específica. Por ello, hay códigos que son diferentes en cada cultura/sociedad, que solo vemos cuando traspasamos esas fronteras y compartimos experiencias.

Cada vez que entramos a campo es un rito de paso que cambiará para siempre nuestro sistema de creencias, nuestros códigos compartidos y nuestra estructura cognitiva, tanto que nunca sabemos cómo puede llegar a afectar a nuestra vida personal. Hay desgaste, miedo, ilusión, estrés y esperanza cuando hemos de construir relaciones y empatizar con experiencias que en ocasiones ni tan siquiera imaginas que puedan ser realidades. Cuando pones el cuerpo y las emociones de la manera que una antropóloga lo hace, dejas de pensar que es un trabajo para pasar a ser parte de tu ser, parte de ti misma. Te afecta cada paso que das en campo, cada llamada que no has podido hacer, a cada lugar al que no has tenido tiempo a ir. Puedes llegar a sentir verdadero rechazo hacia el informante, puedes sentir amistad o incluso amor/pasión.

Hemos de aprender a gestionar las emociones para poder ser precisas, consideradas y para poder cuidar tanto a los informantes como a nosotras mismas. Es la clave para poder establecer una relación de confianza recíproca, así como la honestidad. Decir la verdad es tan importante como si te la estuvieras diciendo a ti misma, ya que la sombra de la sospecha siempre va tras nosotras. Me gustaría citar a Rosana Guber (2001) para ilustrar un poco más lo que significa para nosotras entrar a campo:

“Esta representación de la persona se actúa en el campo a toda hora, pero es más evidente al principio porque investigador e informante actúan recíprocamente sus papeles (roles) y estatus formales según el “deber ser” de sus respectivas sociedades, culturas y reflexividades. Entonces, el investigador se presenta como miembro de una institución universitaria que va a realizar un estudio, mientras que su primer o prime-interlocutores se presentan como autoridades en la materia, en el lugar y entre sus vecinos. Esta presentación es, como ha señalado Erving Goffman, una actuación cuya relevancia reside en indicar pautas de derecho, moralidad y responsabilidad. Por eso, nombres y cargos, patrones de deferencia y de respeto, permiten clasificar al interlocutor (1971). Con sus cargas morales, de rol y de estatus, estas tipificaciones trazan las líneas futuras de interacción, cooperación y reciprocidad y, por lo tanto, los lugares viables e inviables para observar, participar y entrevistar.”

El trabajo de campo no deja de ser una oportunidad para entrenarse en la vida, es una manera de poder crecer en conciencia sobre problemáticas y contextos sociales que de otra manera no hubiéramos conocido. Reflexionamos mucho, y a menudo, sobre el “extractivismo de los saberes” de las personas con las que interactuamos en campo, y sobre nuestro origen como disciplina. Nos revisamos para no caer en la cosificación de las personas. También le damos muchas vueltas a si “les gustará la etnografía que hemos escrito” a nuestros informantes, si no se sentirán ofendidos o poco representados. La verdad es que hay antropólogas de todo tipo y pensamientos. Particularmente, la manera en que veo que ser antropóloga tiene utilidad y revierte socialmente, es poniéndola al servicio de la gente y no contra ella.

¿Qué hay detrás de una etnografía? Una antropóloga sentipensante de carne y hueso, y un grupo humano que la acoge y comparte saberes con ella. ¿Qué mejor manera de vivir la antropología que colectivizando las subjetividades y haciendo etnografías conjuntas? Porque la experiencia hace la teoría, y la teoría visibiliza y verbaliza las experiencias.

Querría finalizar este escrito, aunque parece más una declaración de amor al trabajo de campo, contestando a la pregunta que da título al mismo. ¿Qué es el trabajo de campo para una antropóloga? Es un mundo desconocido en el que al entrar te revela qué camino tomará tu investigación… y tu propia vida.

 

Bibliografía:

GUBER, R. (2001). La etnografía, método, campo y reflexividad. Grupo Editorial Norma. Bogotá.

 

CARATINI, S. (2013). Lo que no dice la antropología. Ediciones del Oriente y del Mediterráneo. Madrid.

[1]“aceptación o la relación de “rapport” o empatía con ellos” (Guber, xxx). Cuando habla de “ellos” se refiere a los informantes.

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